lunes, 28 de abril de 2008

El cielo se cubre de una mortaja de niebla e inunda todo con un olor a fogata, la muerte se respira en el aire, pero el sol nace una vez más irradiando unos visibles haces de luz como bandera naval japonesa y todo se ilumina de un extraño color naranja.
Horas antes en el centro médico que se encuentra en la avenida Washington y Chapultepec, un foco de 25 watts apenas alumbra una habitación de pardos muros, la familia llora alrededor de la cama donde yace, envuelto en una cobija como si fuera una momia, el cuerpo sin vida de mi tía Lupe. Antes era una gordita chaparrita bonachona con rostro de anciana prematura, pero ahora luce insignificante, diminuta, consumida por la enfermedad que le comió el cuerpo, sus hijos le acarician tiernamente su cara apagada, colmados de una profunda tristeza pura y sincera, de esa que no avergüenza, ni importa demostrar a los demás, de esa tristeza que se contagia; reconocen sus facciones con las yemas de los dedos como si todavía sintiera algo, como si quisieran reconocer en el tacto a quien fuera su madre y se negaran a aceptarlo. No te vayas mamá, sollozan en un llanto amarguísimo, no te vayas.
Un adolecente toma el teléfono de su madre para robarle el crédito y transferirlo a su propio celular. No podría decirse que por coincidencia revisa los mensajes que su madre ha enviado y recibido, esas cosas no ocurren por vanas casualidades, no se si sea el destino o el mismo subconsciente de remitente o destinatario que tiende a manifestarse, de cualquier modo, la mierda siempre flota y el adolescente le descubre recados sexuales y de amor de un número que no es el de su padre.
Mientras tanto, yo me ahogo en tequila y cerveza a varios kilómetros de distancia de donde Omar y Cedric vuelan las cubiertas cerebrales.
Frustración.

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